jueves, 30 de enero de 2020

El milagro era acertar

El milagro era acertar. Muchas veces la literatura cinegética, o relatos de caza, cuentan grandes lances exitosos, animales soberbios o grandes capacidades venatorias del cazador donde su ingenio y buen hacer son ponderados y exaltados.

Pocas veces los fallos clamorosos, las patanerías, o las "batallas" no épicas son narradas. Más que nada porque a veces el orgullo propio convierte a algunas personas en recelosas de estas vivencias... Cómo si nadie nunca hubiera cometido alguna o incluso muchas... ¡Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra!

Al final reírse de uno mismo supone un aprendizaje en la caza y en cualquier situación vital,  y que nadie me niegue que cuando salen a la luz estás situaciones, mal llamémoslas embarazosas, no suponen brillantes momentos junto a nuestros amigos y compañeros. ¿Acaso esto no es caza también?   Pues claro que sí. La caza es experiencia, aprendizaje y disfrutar del entorno, pero también es en gran medida social, compartir con los amigos, juntarse con ellos, las chanzas por estas situaciones, etc.

A nadie que yo conozca no le gusta reír, así que os invito a ello con la historia que me pasó la otra noche de espera, pues esta historia bien merece contarse para mostrar que en los errores también hay mucho de caza y que no pasa nada por contarlos.

Cómo decía al inicio, el milagro era acertar. Cuanto más repaso los hechos, más pienso que sí ese guarro hubiera dado con su cuerpo en el suelo hubiera sido todo un milagro.

Era una noche diferente a cuántas había disfrutado hasta el momento en espera. Había elegido cazar con probabilidad de lluvia en sábado a realizarlo en ausencia de ésta entre diario. Francamente para las personas que dependemos de un trabajo a horario fijo como es mi caso, no hay más narices que atenerse a lo que se puede y evitarse varios días recuperando sueño. Nunca había realizado espera con agua, pues evidentemente como no podía ser de otra manera lo que era una probabilidad se había convertido en un hecho. Llovía, no mucho pero lo hacía, y esto me imponía respeto, más en invierno, pues el frío también sumaba y el aire que bajaba de la umbría, que pese a todo era favorable, calaba en los huesos que no en el ánimo.

¿He contado que estaba acompañado? Pues sí, a mí derecha tenía un buen amigo al que siempre le "castigo" con una pequeña broma consistente en poner "es culpa de Pedro" a cualquier suceso negativo o cachondo. La cosa va teniendo miga. Tampoco he dicho que Pedro va en silla de ruedas o muletas ¿verdad? Pueda parecer historia de chiste pero allí estábamos los dos, bajo aquella encina calados por el paseo hasta el puesto. Un hecho, que la verdad, supuso sus dificultades por la logística. Había sido una situación complicada aquella que vivimos por el terreno irregular, los charcos, el barro y también la distancia desde el coche con todos los cacharros, ¡mira que hacen falta cosas! Todo fue baladí en contraposición al valor del compañero ante todo esto. Me bastaba cruzar mi mirada ante sus brillantes ojos de resolver aquello (una situación que la verdad muchos ni intentarían), y que él lograba superar con la determinación de aquel que hace las cosas solo por amor a su pasión. Quien dijo que la caza no es esfuerzo ni superación, yo les recomendaría conocer a este loco con ruedas.



Estábamos mojados, y al principio hasta cansados por la pequeña aventura pero con unas ilusiones intactas en tener una noche para recordar. Y vaya si la recordaremos.

Por el camino los ojos se nos pusieron "chiribitas" y los nervios nos alcanzaban a todos los poros de nuestra piel. Cómo estaban las parcelas de cogidas. Reventadas se dice poco. Y lo mejor de todo no era obra de una piara, era de uno o dos guarros, no pequeños precisamente. No recordaba un puesto tan bien cogido nunca y así se lo manifestaba a Pedro mientras las gotas de lluvia caían entre las hojas de la encina y me calaban en la ropa que llevaba, que por mi terror a los ruidos propios no era anti-agua. La torpeza se mascaba a su paso.

La noche cumplía pronto, pues a fin de cuentas las nubes ayudaban a ello. Serían las 7 cuando decido probar el monocular nocturno, cuando unos brillantes ojos me observan desde la mitad de la parcela derecha, de las dos que cubría desde mi postura. Me parecía una liebre. Pero no le veía las orejas y menudas hechuras gastaba aquello. ¿No sería un zorro? No me gustaba dar el foco tan pronto, pero por debajo un amigo tenía Corderas y a fin de cuentas la caza debe ser una herramienta al servicio de las necesidades.

¡Maldita sea! había dado el foco para nada, era una liebre, eso sí, como una casa de grande, o eso me pareció, pues un cazador que no exagera en sus historias sobre el tamaño de los animales no es cazador "ni es na" , y para colmo se había ido como alma que lleva el diablo en dirección al monte. Bueno siempre nos quedarían las ricas viandas que alegrarían el estómago y entonarían... "Pedro no te he dado la bolsa con los hornazos verdad..."

Con la desilusión de tener un estómago protestando, un cuerpo que demandaba calorías por frío, agua que nos calaba, y la liebre como una urbanización de grande iluminada por el foco rompiendo monte y alertando de que algo la había espantado, allí estábamos... esperanzados pese a todo pues el monte delante de nosotros se movía.

No sabíamos bien dónde poner atención, ambas parcelas pintaban bien y la oscuridad y el golpeteo de la lluvia confundían nuestras posibles apreciaciones. Finalmente un ronquido fuerte, grave y quizás juguetón se escuchaba a nuestra derecha. Pero demasiado lejos de nuestro alcance, había entrado por la parcela contigua a la derecha, al otro lado del hilo de monte que las separaba, imposibilitando su localización. ¿Sería el fin de la espera?

No sabría decir si sugestionados por aquella primera presencia inalcanzable, por nuestras ganas de ver jabalís aquella noche, o porque de verdad había movimiento en el monte, no dejábamos de indicarnos Pedro y yo, el uno al otro, jabalís rondando por todos lados. Creo que si contáramos nuestros codazos, y cada cual significase un guarro, es probable que en un cerconazo de estos de postín hubiera menos que en aquellas dos pequeñas parcelas aquella noche. Cómo será la situación, que el nocturno iba de mano en mano buscando los cochinos, incluso viéndolos en uno de los barridos... Allí estaban, había claramente cuatro ojos mirando desde el monte. "Pedro están ahí ya vienen..." Sugestionados "del to", aquello eran cuatro gotas gordas de agua en la alambrada del fondo. Madre mía y solo eran las 19:30 y enredábamos más que los periodistas deportivos.

La brisa fría de la umbría, y el agua ligera seguía fija aquella noche, pero faltaba un invitado que se sumaba a la fiesta... la niebla. A perro flaco todo se le vuelven pulgas, y la visibilidad se reducía. En ese momento estábamos calmados, no oíamos nada, aun así probé un par de veces el monocular nocturno. El clima le hacía mella y se me empañaba, y en cada uso necesitaba limpiarle para ver algo.

La tranquilidad proseguía, eran las 20h y yo estaba mojado, y francamente empezaba a  tener necesidad de echarme una capa más. La chaqueta que me quedaba por poner la tenía debajo del culo, con lo que para ponérmela, necesitaba incorporarme. Iba a ser una operación delicada, pero necesaria si quería aguantar allí aquella noche, pues la capa supervisor estaba mojada y con el aire me helaba. Habitualmente al inicio me pongo todas las capas disponibles para evitar esto que ahora se hacía imprescindible, pues el calor se soporta mejor que el frío.

No escuchaba nada desde hacía rato, si acaso las tripas de Pedro que me reclamaban el hornazo que se había quedado en el coche y los codazos habían cesado desde hacía rato. Si me tenía que poner esa chaqueta ahora era el momento.

"Pedro me voy a poner esta chaqueta cógeme esto" le dije en un tenue susurro. Le pase el rifle lo primero, el monocular nocturno después y el pobre de Pedro recogía todo como buenamente podía pues tenía sus propios enseres encima, pues con la lluvia poco o nada se podía dejar en el suelo embarrado.

Entonces grácil, firme y silencioso como un pato mareado me levanté de la silla, arrasando con todo lo que estaba a mí verá. El trípode lo tiré al suelo, al igual que los cascos de protección auditiva, y por supuesto el gorro también. Yo creo que todavía retumba todo esto junto con el sonido de las telas de la silla.

Ya no había vuelta atrás, estaba de pie, y no veía la cara a Pedro pero debía ser un poema, ¡qué narices! "la culpa fue de pedro por no coger más trastos encima jeje". Con la agilidad y destreza que me caracteriza en la oscuridad, es decir, la de rompetechos, y los nervios de acero de aquel que anda liándola a cada movimiento, me peleaba con la chaqueta para ver quién podía más en el afán de ponérmela, si su nula capacidad de movimiento o resistencia o mis anteriores virtudes descritas. De momento ganaba la chaqueta.

Con todo aquel circo ambulante que había llegado al monte, y por aquello de llevar a la hipérbole el espectáculo, solo faltaba que entraran en escenas los enanos. Unos enanos que crecieran evidentemente. ¿De qué diablos hablo? Evidentemente hablo de la maravillosa ley de Murphy.

No sé cómo describir lo que debiera ser mi cara cuando en medio de aquel esperpento, con todos los antecedentes descritos, a tan solo 20 metros nuestra y por la parcela izquierda diviso una gran sombra, que pese a la nieblilla y al agua, se reconocía como un bulto que solamente un jabalí de buen porte podía dar. Venía zorreando, con pequeños pasos iba dirección a la gatera que conectaba con la siembra de atrás.

Me quedé paralizado, tanto mentalmente pues no podía creer lo que estaba pasando, como físicamente ya que estaba atrapado en una lucha titánica con la chaqueta. En mi quietud pude apreciar que no me equivocaba ni era producto de mi sugestión, que aquello era un guarro y que estaba alcanzando la posición paralela a nuestro puesto a su paso tranquilo.

Las piernas me temblaron, y raramente, con cierta agilidad me deshice de la maldita chaqueta sin hacer ruido, curioso pero cierto, y sin perder de vista el bulto cochinero en un susurro casi inaudible dije: "Pedro, el rifle".

Sí, fue un ruido tan imperceptible, que Pedro no me hice ni el más mínimo de los casos. Repetí algo más alto y con un nuevo susurro salió de mi boca con cierto nerviosismo la misma frase que antes... "Pedro el rifle".

El bulto seguía inalterable, en su paseo parsimonioso, casi tanto como Pedro que estaba a lo suyo, sea lo que fuera y no me escuchaba. Mi corazón se me iba a salir por la boca, y mis piernas ya parecían de Chiquito de la Calzada y no mías. Más alto y con un nerviosismo incontrolable le digo a Pedro: "El rifle el rifle Yaaaaaa". Éste obediente en su afán de ayudarme y alertado por mi voz de alarma que le devolvía a este mundo del que fuera que él estaba, luchaba por darme el rifle entre la multitud de cosas que el sujetaba en aquel momento, pues debemos recordar que le estaba usando de mesa para ponerme la chaqueta.

Total que me alarga por fin el arma, y fruto de los nervios y de que el cochino ya había superado nuestra posición, según recibo el arma apunto. Si la lucha con la chaqueta fue titánica la que viene ahora puede describirse como galáctica. Insisto, el milagro era acertar.

Cómo decía, con la rapidez del rayo apunto al bulto, y busco con presteza la luz del foco. Algo no iba bien. No reconocía absolutamente ninguna de las formas que mis manos tocaban. ¡Tenía el rifle al revés! Pedro me lo había dado como buenamente había podido dadas las circunstancias y yo burro de mí había pillado éste de cualquier manera. Evidentemente lo giro y en primer lugar intento buscar al suido con el visor pero está totalmente oscuro. Cómo si de un mozo en su primer encuentro con el sexo opuesto buscando el enganche del sujetador se tratara, yo me afanaba en buscar el maldito interruptor del foco.

No lo consigo, e instintivamente me desencaro ante la necesidad de encontrar el puñetero interruptor. Los nervios en una escala del 1 al 10 eran de 6856 por lo menos. Por fin lo encuentro, y lo accionó llevando la luz a aquel lugar, paralizando totalmente al cochino que se ha visto sorprendido en sus quehaceres discretos y nocturnos. Hasta entonces increíblemente no había sabido de nuestra existencia allí, que por otro lado también ya le vale al animalito..., y comenzó a mirar en dirección a la luz. Todo esto lo estaba viendo claramente gracias a la luz del foco y a que, ¡oh cielos!, estaba mirando con el rifle totalmente desencarado.

Con una coordinación casi cósmica, a la par que yo subía el rifle a la cara, el jabalí ordenaba a sus patas salir corriendo de aquel lugar de vuelta al monte. Este gira y yo que ya tengo el rifle encarado, no veo tres en un burro, el visor estaba empañado, lleno de agua por la lluvia y encima la lluvia fina y la niebla no ayudan. Me doy cuenta que mi lance va a ser borroso, cuando localizo la silueta del cochino. Éste entre su cambio de dirección y que arranca está en el momento más delicado posible. Y yo necesito aprovecharme de esta situación, no lo veo claro pero lo suficiente como para saber que la cruz está en su sitio. "Ahí te va la bala" pensé cuando me doy cuenta que con tantos nervios y tantas cosas en tan poco tiempo, no he quitado el seguro. Lo sé, muchos me queréis dar de gorrazos en este momento. Y eso que no he mencionado que el porte del jabalí era siguiendo la teoría de la exageración explicada anteriormente como un aeropuerto.

No hace falta explicar que "entre ponte quieto y ponte bien" perdí un tiempo maravilloso de vulnerabilidad del cochino, y ya todo el lance sería a la carrera con toda la dificultad que eso supone y más con todos los agravantes climatológicos y de óptica descritos. El guarro iba a la carrera, y la primera bala le fue por delante. Fui consciente nada más fallar que le adelanté el tiro como si del Correcaminos se tratará. El jabalí cogió su velocidad máxima y entre encinas y pasto alto buscaba su escape. Le seguí bien la carrera, respiré, calculé con la visibilidad que tenía, y adelantando adecuadamente el disparo le mandé una segunda bala. "Le dí".

"Lo has dado, lo has dado, me repetía Pedro" yo desde luego había dejado de verlo tras el tiro. Le quedaban como 10 metros para el monte cuando le mandé la segunda bala, y yo pese al pasto y a los arbustos sueltos de aquí y allá no le veía. Tenía que estar allí. Con el visor y el foco inspeccionaba la zona con ahínco pero no lo veía patalear. Termino por fijarme bien y justo donde he disparado veo un brillo, entre la maleza, es él. "Pedro, ahí está" me lo pienso y decido tirarle otra bala con el fin de ahorrarle sufrimiento y agonía.

Fin del brillo, dejo de ver nada. Ningún cazador disfruta de esto último y es deber evitárselo. De día hubiera ido inequívocamente a por el a cuchillo, o al menos si las circunstancias no fueran peligrosas, pero de noche es una temeridad. La seguridad es siempre lo primero.

El tercer tiro pone fin a un gran momento de nervios, adrenalina tensión y jaleo vividos en aquel rinconcito del rural. Damos un tiempo prudencial a la calma. Son poco algo más de las 8, es Temprano, pero dadas las circunstancias de lejanía a casa, de tiempo climatológico, así como de todo el operativo logístico de llevar un guarro y de quitarnos del puesto le sugiero a Pedro que aunque podríamos aguantar para con mucha suerte tener otro lance, mejor pensáramos en irnos.

Finalmente decidimos que me levanté a ver el guarro y donde ha quedado finalmente. Llevo el rifle y con el foco totalmente iluminado y con toda la precaución del mundo me acerco al lugar con pies de plomo.

 Examinó la parcela con atención y no veo absolutamente nada. Debo estar desubicado, con lo que empieza a ampliar mi ratio de búsqueda y no hay nada de nada allí. Ningún bulto, ningún jabalí, nada. No me lo puedo creer. Intento mirar con más atención el suelo y por no ver, no veo ni sangre. No entiendo nada. ¡Si estaba en el suelo! Sigo dando vueltas y nada.

Desalentado vuelvo al puesto, y le digo a Pedro que no he visto nada, que he debido fallar. Intento explicarme el tercer tiro, y ya solo se me ocurre que la imaginación me haya jugado una mala pasada.

Miro a Pedro y le digo "esto a la fuerza es culpa de Pedro" Nos empezamos a reír irremediablemente. Y a no creernos todo lo que había pasado en tan poco tiempo. Tampoco dejaba de pasar por mi cabeza y por mi boca, el maldecirme por ponerme aquella chaqueta en aquel momento, con que hubiera esperado un minuto o dos hubiera podido tener un lance más sencillo y quizás exitoso pero seguramente no una anécdota que compartir. Analizando todo lo que había pasado efectivamente lo milagroso era acertar.

Ante los acontecimientos y pese al esperpento decidimos aguantar en el campo más rato, pero ya no hubo nada más digno que contar. Recogimos y con tranquilidad comenzamos la operación logística de vuelta y a nuestro ritmo volvimos al coche con la seguridad de haber vivido una noche diferente.

Puede que esta historia pueda generar dudas sobre si fue tal y como he contado, y que quizás haya exagerado y simplemente fuera una noche más de espera con fallo, o que incluso nada de esto sucediera y solo tirara un simple zorro, o que el guarro hubiera caído sin más, o que solo quiera con esta historia desalentar a posibles compañeros de coto de ir a esa zona para seguir tentándola yo mismo otra noche. Quién sabe. O por otro, puede tomarse como una historia más de caza tan cierta como la pasión que llevó a estos dos cazadores pese al agua y al frío al campo a disfrutar de su veneno particular. Cierta como los nervios que produce la presa en el cazador cuando la siente. Cierta como que lo más importante en una jornada de caza no es el cuanto, ni el fin, sino el cómo y a veces incluso el con quién. Quien sabe... en la caza y en la lengua o letra de un cazador todo es posible, todo lo contrario de lo único que podía pasar aquella noche que lo milagroso era acertar.

Autor: Dani Gómez @playmocaza

Texto presentado a los III Premios Playmocaza (NO OPTA A PREMIO POR SER EL AUTOR MIEMBRO DEL JURADO




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