VEINTICINCO PESETAS

Veinticinco pesetas, pensé, veinticinco pesetas, mientras sentía el aliento de la yegua cara con cara, sus enormes fosas nasales húmedas del esfuerzo de la galopada se contraían frente a mí, sus penetrantes ojos a menos de un palmo me miraban, pero sabía que no se asustaría, “tranquila Sultana,” pensaba para mí, le había acariciado un millón de veces, e incluso Emiliano me había dejado montarla alguna vez. No me podía delatar, hoy no. Mi cuerpo sumergido en el agua, y sólo mi cabeza entre la junquera se asomaba lo justo para no ser descubierto. La emergente niebla de la ribera envolvía todo y la figura enjuta de Emiliano, el guarda, se perfilaba en un recodo cercano del río, a sólo unos metros. Su tez morena, su gorra, ese imponente bigote y el rifle de cerrojo sobre la espalda le conferían un aire castrense lejano al Emiliano dicharachero, desenfadado y cercano que tenía en la cantina tras cuatro tragos al pellejo de vino.

Sujetaba la taleguilla repleta de cangrejos con mis pies, en el fondo del agua, contra el resbaladizo fango en un ejercicio de funambulismo, no podía apretar demasiado para no remover el fango y delatar mi presencia, al tiempo que las pinzas de varios que habían logrado atravesar la maltrecha talega se clavaban con fuerza en los dedos. Veinticinco pesetas, me repetía, mientras apretaba los dientes con cada “mordisco”.

Emiliano sabía que alguien liándola había en el río, y no paraba de observar el agua tratando de escudriñar cualquier anomalía, empezaba a sentir frío, y con los primeros rayos de sol, se escucharon cantar las codornices recién llegadas a nuestros campos, pas pallá, pas pallá, pas pallá, incluso Sultana puso sus orejas tiesas y levantó la cabeza con los primeros cantos, Emiliano se volvió disfrutando de tan temprano espectáculo. La llegada de las codornices llevaba de la mano el fin del invierno, y en pocos meses si la mies era generosa, nuestros campos estarían repletos para poderlas cazar en verano, sería mi primer año de caza.

El inconfundible ruido de los carros acercándose hicieron que Emiliano silbase a Sultana, y la yegua obediente fue hacia él. Sentí de refilón una última mirada cómplice. Emiliano se acercó al camino a charlar con los carreteros que iban a la ciudad a llevar carbón, no eran del pueblo, los nuestros, entre ellos mi padre, habían salido dos días antes y si todo se daba bien estarían hoy de vuelta, al atardecer, llegarían cansados como siempre y a su alrededor nos agolparíamos los nueve hermanos y mi madre, esperando nos contase las novedades de la ciudad, aquella ciudad en la que nunca habíamos estado y soñábamos visitar algún día, para ver aquellos edificios tan grandes como nuestra iglesia de los que hablaba padre, aquellos bares de gente elegante y chicas bonitas, y sobre todo aquellas armerías y cuchillerías donde había escopetas de hasta cien mil pesetas, que pesaban muy poco y mataban mucho. Los señoritos compraban dos iguales, según decía mi padre, vaya tontuna pensaba siempre yo, buena gana.

Emiliano montó sobre Sultana y despareció camino abajo junto a los carreteros, benditos carreteros, empezaba a sentir dolor en las piernas por la baja temperatura del agua, y en cuanto dejé de sentir el ruido de los cascos y los carros martillear el camino, salí del agua , me calcé mis roídas zapatillas de esparto, y poco a poco por el sendero del río subí corriente arriba hasta la chopera de Antón, donde tenía escondida otra talega vacía, que no tardé en llenar  trepando varios chopos hasta el nido de las picazas. De los ocho que miré, sólo dos tenían huevos, siete huevos en total que llenaron mi segunda talega. Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, pensé mientras la picaza desde lo alto parecía insultarme con su estridente grito. Estos no comerán perdiganos…

El inesperado encuentro con Emiliano me había hecho perder casi una hora, y tuve que apremiar el paso, para llegar a tiempo a casa puesto que a las nueve había que soltar las vacas para que el pastor, a Rogelio le tocaba esa semana, pasase calle por calle recogiendo el ganado conduciéndolo a pastar. Llegué a tiempo, aún sonaba el cuerno por la calle fría, era sólo cuestión de abrir la vieja puerta de la cuadra y ellas salían solas, uniéndose en procesión de forma mecánica, hasta el atardecer que de la misma manera cada tarde volvían a su pesebre. De nuestras vacas sólo la morita, a quien ya había ordeñado antes de bajar al río, salía a pastar, pues la perla estaba paridera y tocaba dejarla amarrada a una gran cadena metálica de  la pared.

Yo era el mayor de los nueve hermanos, y el único que ya no iba a la escuela, seis me miraban con envidia cuando en dirección contraria a las vacas se dirigían a la escuela de la plaza, las dos enanas se quedaban con mi madre.

- Mierda, el cepo-  pensé en voz alta, se me ha olvidado ir. Presto busqué al Tarzán, nuestro perdiguero, bueno perdiguero le decíamos porque a perdices no se le escapaba una, e incluso el señor Gregorio, el médico, se lo pedía a mi padre cuando se iba a tiradas de esas caras de perdiz a la finca del marqués, en las que tardaba varios días en volver. Al Tarzán no se le escapaba ni una, las muertas por muertas y las de ala por vivas. Gregorio presumía mucho de perro, y aunque  era un mil razas, y ni se sabe cuántas sangres, encontraba las liebres encamadas igual le daba dónde, en las encinas, en las jaras o en las retamas, fuese donde fuese se las apañaba para apretarlas siempre en dirección a mi padre que no podía desperdiciar un cartucho, y afinaba hasta el infinito para colgar esa liebre al morral, que once bocas son muchas bocas, y Dios alimenta el espíritu pero no la mesa, como dice mi abuelo, si no fuese por Santa escopeta no íbamos a pasar hambre con la patrona, decía tras echar un trago al porrón. Rojo más que rojazo le decía mi abuela, y yo no paraba de reír.

Por mucho que corrí no me dio tiempo a llegar a la umbría del monte, escuché un grito seco, un chillido grave en la lejanía. El Tarzán era un experto también en este arte, yo llegaba al cepo y ya estaba maese raposo en cuerpo presente, sólo tenía que abrir el cepo con mucho cuidado, no me pase lo que al hijo del Ratón, que por flojo, ahora tiene por mano un muñón, y aun así  no falla una pieza dicen, se le ha hecho callo en el muñón de tal forma que sujeta la escopeta como el mejor tirador, pues nunca le tiembla el pulso el cabrón, lo dice su padre tras el trago y todos se ríen.

El quincallero gallego ya hace meses que pasó, y la navaja no corta como cuando la sacó de la rueda, que hasta cortaba el humo de su tabaco de liar, no obstante me apaño y me llevo la piel de la zorra, porque es hembra, y esta vale dos pesetas más. Huele mal, huele que apesta, pero ya siento casi mis veinticinco pesetas, y sobre mi hombro derecho ufano porto la piel que el cepo y el Tarzán me regalaron.

La primera casa al entrar al pueblo es la Cantina, ya está allí amarrada la Sultana, por lo que Emiliano ya ha vuelto.

- Emilianooooo - se asomó a la puerta y le enseñé la piel del animal, junto a los 7 huevos de urraca.

- Ahí lo tienes.

- Buen chaval, de casta te viene zagal, tus dos duros.

Se quedó con los siete huevos y yo me quedé con la piel, ese era el trato, pagaba poco por alimaña, pero mi padre curtía y luego vendía la piel al pellejero. Con la piel de la zorra mi madre compraría ropa para casa, porque así debía ser: piel por piel, la ley del campo, la ley de la vida. Porque las vidas valen vidas, la sangre evita sangre y el instinto te hace sobrevivir a la crudeza de los tiempos en hambruna.

Mi madre, de negro, sonrió al verme llegar con el pellejo, o al menos esbozó una ligera sonrisa, llevaba dos años de luto, desde que murió su padre, y aunque no tenía los cuarenta, andaba encorvada y no paraba de toser, hasta que dejábamos el Tarzán a Don Gregorio, el médico, y a la par que nos lo devolvía, nos daba un par de perdices y un jarabe que hacía que tosiese menos.

La mitad de la talega de cangrejos la dejé en casa, y la otra mitad se la vendí a la Inés, la llamaban la machorra, yo no sé muy bien lo que es eso, pero a la Inés le gustan los cangrejos y los paga bien, un duro me pagó, las últimas cinco pesetas que hacían las veinticinco que me faltaban, y con el puño apretado y el dinero dentro, me planté en la Cantina. Allí estaban jugando al dominó, Manolo, Emiliano, el cura y Leandro el tabernero, a quien puse sobre la mesa los cinco duros:

 - Ahí está lo que faltaba, ahora lo mío.

Ya le había adelantado 200 pesetas, y con estas 25 por fin la escopeta sería mía. Se levantó de la mesa muy serio, como siempre, y envuelta en una manta me dio mi primera escopeta, una Águila de perrillos, del calibre 16, con la que meses después, a mis dieciséis años, el día de Nuestra Señora, a muestra del Tarzán, entre dos luces y en un rastrojo junto al río donde casi me atrapa Emiliano, cacé mi primera codorniz, la primera de muchas, junto al que siempre sería el pozo de las Veinticinco Pesetas.


Autor Miguel A. Alonso Valdivieso

No hay comentarios:

Publicar un comentario