Llueve


Llueve, al termómetro le cuesta marcar en positivo, el viento del norte corta la cara y las manos pero no tengo frío. El hecho de estar en constante movimiento lo impide. 


Calado hasta los huesos noto el peso de una ropa que no admite una gota más de agua. Cada pocos segundos, siento un nuevo desgarro en mis ya más que arañadas piernas y,  a pesar de todo, solo pienso en que se detenga el tiempo, en que no termine esta jornada, porque ese fantasma que hace un rato he sentido volar no puede estar muy lejos. 

Hace horas que empecé a caminar pero parece que han sido unos minutos. 

No despeja, la luz del sol encuentra demasiados obstáculos para iluminar el interior de este monte con solvencia. Nubes, lluvia y unas frondosas ramas dificultan su labor. 

Llueve, huele a pino, a tierra húmeda y al aceite de una escopeta que aún está esperando descargar el primer tiro. Y a perro mojado. Mojado pero entregado a su pasión. 

Lo mismo me ocurre a mí, pues me vuelvo prácticamente insensible al frío, al cansancio y a los pinchazos propinados por las zarzas cuando permanezco atento a cada uno de sus movimientos intentando adivinar cuando cesará el sonido seco del cencerro y finalmente caerá en muestra. 

El tintineo del campano se aleja hacia la derecha mientras mi mirada y mis pasos se dirigen hacia la regata que tengo enfrente. El momento esperado se produce. Cuando menos lo espero, silencio absoluto.

Rápidamente cambio de dirección y me acerco con cuidado buscando entre el sotobosque de helechos, zarzas y pequeños acebos el sitio exacto donde el cencerro detuvo su música y… ahí esta el perro, tumbado, la cabeza alta, ligeramente girada hacia su izquierda y esa mirada de reojo inconfundible que me acelera aún más el pulso porque sé que la tiene. Analizo el lugar a toda prisa y busco tapar la salida, pero ya no es necesario. El espectro con el que llevo toda la mañana jugando al gato y al ratón, ha vuelto a esfumarse sin darnos oportunidad. Solo el ruido de un aleteo alejándose y su inconfundible firma fresca me hacen saber que, una vez más, ha sido más rápida que nosotros y ha abandonando el lugar como un ladrón de guante blanco, que desaparece en el último instante sin ser visto, pero a quien le gusta dejar constancia de su presencia a modo de desafío para su perseguidor. 

Llueve. El juego no termina aquí, al reloj le quedan horas y al monte muchos rincones. La partida gana interés cuando el adversario demuestra una y otra vez su astucia. Llamo al perro con un largo silbido y, por un momento, me detengo. Intento desgranar y comprender los movimientos que ha hecho mi rival, mientras con la  empapada manga de la camisa aparto las gotas de agua y sudor que resbalan por mi frente. 

Huele a pino y a tierra húmeda. 

Los helados pies piden reanudar la marcha. Un par de minutos quieto en días como el de hoy, suponen que el frió te atrape y resulte muy difícil deshacerse de su incomoda compañía.

De nuevo en la búsqueda, recorro el terreno dejando atrás estos árboles que tantas veces me han visto pasar, siempre en la misma actitud. Durante años he pisado cada centímetro de esta tierra húmeda y oscura que los nutre. 

El campano sigue con su son incansable, como incansable es el trabajo realizado por quien lo porta. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, recorriendo cada una de las regatas de este inmenso bosque de pinos con una sola fijación en su cabeza: encontrar la emanación que le lleve hasta la ansiada presa.
Y de pronto lo consigue. Otra muestra, otro acercamiento infructuoso, otra ocasión en que nos la juega y la historia vuelve a empezar. 

Es tarde ya. Me queda tiempo para un último intento. Si falla mi intuición habrá que dejarlo por hoy, pero tras este último levante y a pesar de que ni siquiera la he visto,  creo que sé a donde puede haber ido. Son unos cuantos años ya, jugando la misma partida de ajedrez, en el mismo tablero pero con oponentes diferentes.

Busco referencias para llegar al sitio. Es aquí, no hay duda, el mismo acebo inconfundible, el viejo tronco caído sobre una alfombra de hierba más propia de un campo de golf que de un monte del norte y ese claro por el que siempre entra algo de luz y que tanto les gusta. Oigo al perro acercarse desde arriba, viene corriendo de frente a mí para detener instantáneamente su carrera cayendo en una muestra tan bella como firme. La tiene. 

La fortuna ha querido que quede bloqueada entre ambos. El corazón se acelera de nuevo, los segundos se hacen horas mientras contemplo la preciosa estampa. 

Solo queda esperar a que uno de los dos dé el paso y, finalmente, es ella quien lo hace con una arrancada rápida buscando taparse con las ramas del acebo. El ruido del aleteo y el de un disparo a tenazón prácticamente se solapan y … “¡¡tráela!!”. “¡¡Muy bien!!”. 

Orgulloso se acerca con ella en la boca y se sienta frente a mí. La recojo mientras le acaricio disfrutando del momento y le retiro algunas plumas que han quedado pegadas a sus belfos. 

Con la mano izquierda la sujeto colgando de su largo pico mientras con la derecha le coloco las plumas para que no pierda su elegancia. La miro sosteniéndola en mi mano deseando poder devolverle la vida y, sin querer, hago eso que aprendí de niño y no puedo evitar: acercarla a mi nariz para recordar su aroma. 

Llueve, huele a pino, a tierra húmeda, a perro mojado y… a becada.




Eduardo Gutiérrez

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