FURTIVO




Aquel año el invierno estaba siendo de los más duros de los últimos años. Por san Tirso, la despensa estaba vacía, y las gallinas con el frio habían dejado de poner o habían muerto. Las patatas y el pan casero era el alimento cotidiano, sin poder echar al puchero algo que alegrase la vista y el estómago. 

La guerra civil tan dura y que acababa de terminar había dejado los montes vacíos, incluso las calles estaban desiertas de gatos de los que también se dio buena cuenta. Aquella noche Antonio se levantó  a eso de las doce, su esposa no pregunto dónde iba, pues no necesitaba saberlo, intentaría traer algo de comida a casa. Vestido y bien abrigado se acercó al hogar, al que arrimo un par de haces de sarmientos para que su esposa y su hija no pasaran frio, y al levantarse poder hacer el desayuno. 

Cogió su vieja escopeta, cuatro cartuchos cargados con postas, la manta, el morral y un par de cepos que colocaría en el vival de la Guadaña y recogería a la vuelta. La puerta de postigo chirrió al abrirla y, cerró con cuidado  dejando caer con cuidado la aldaba sobre la madera. 

La luna se reflejaba en los charcos de la calle helados,  ya por el frio de la noche. Las chimeneas humeaban, ni tan siquiera el mulo rebullía en la cuadra. Se llevó un cigarrillo a la boca, lo encendió y con paso firme se encamino al vedado del Marques, mientras caminaba comprobaba la dirección del viento con el humo del cigarro y procuraba llevarlo siempre en la mano con el puño cerrado para que la centelleante luz no lo delatara. El camino es angosto y camina pisando la hierba que el paso de los carros dejan el medio para no hacer ruido y poder escuchar el mas mínimo rumor que lo pondrá en alerta.  

Dentro del vedado, su vista y su oído se agudizan, acechando, tapado por la manta y por las sombras buscando la silueta de una res y siempre con el viento de cara poder acercarse lo suficiente para que con un tiro certero la res caiga sobre su sombra.  El frio hiela la sangre y se entre frota las manos ásperas, trabajadas  por el campo y los utensilios de labranza. Su cara marcada por los surcos de la vida y del tiempo permanece impasible ante la gélida noche. 

 Apostado contra una encina milenaria escucha el campo, zorros, lechuzas conejos, pero ni rastro de ciervos o jabalíes. De repente al otro lado de la loma escucha un disparo, que recorre con el viento la ladera que desemboca en el valle que el vigila. El corazón se le dispara mientras inmóvil, espera acontecimientos. El tropel de unas ciervas  algo lejano lo pone en guardia pero no es menester gastar un cartucho y hacer ruido a esa distancia y a la carrera. “habrá sido Jonás en el valle del Cadozo, mañana seguro que trae por casa un trozo de carne.” Piensa mientras se recoloca la manta sobre los hombros y se cuelga la escopeta. No necesita más, con cuidado y siempre vigilante emprende el camino de regreso al hogar. 

La luna amarillenta en su ocaso advierte de la llegada del alba en pocas horas y aún tiene que ir a retirar los cepos que colocó para los conejos. Hubo suerte, dos gazapos hermosos yacen inmóviles con el cierzo de la noche sobre su cuerpo.  Cuelga los cepos al hombro y los conejos al morral mientras desciende siempre vigilante por la trocha. Mañana habrá algo que celebrar en casa.



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