EL VENADO DE MI VIDA




Quizá, la vida se muestre a cada momento más agitada, dispuesta a asfixiarnos con una gruesa soga llamada ocupaciones de la que, por el momento, no hemos encontrado la fórmula de liberarnos… O, ¿tal vez sí?

El tiempo en estos momentos es un bien escaso y, por tanto, adquiere un valor incalculable. Los placeres de la vida parecen, en demasiadas ocasiones, jugar al escondite, mofándose de nosotros y escapando entre nuestros dedos fatigados por el cansancio de la rutina.

Pero en algunas ocasiones la felicidad acude a nuestra cita y se presenta, nos da cobijo y se compadece de nosotros, dándonos algo que todos ansiamos y de lo que generalmente carecemos, libertad.

Quizá él no lo sabía, aunque yo creo que el devenir de sus acciones estaba premeditado, pero mi padre, un noviembre de 1996, iba a darme la razón por la cual he podido encontrar esa libertad de la que he hablado anteriormente y, en consecuencia a la pertenencia de la misma, la forma más profunda y sincera de hacer feliz a mi persona, la caza.

Como hijo de alguien que siempre ha estado vinculado al campo, mostré un interés elevadísimo por todo aquello que tuviera que ver con el mismo, con sus mecanismos de regulación, con sus habitantes y, como no, con su aprovechamiento.

Aquel puente de noviembre sería especial, sembraría en mí una semilla que pasaría a formar parte de mi propio cuerpo, de mi propia vida, y que se tornaría indestructible para cualquier amenaza que pudiera sufrir con el paso de los años.

- “Mañana nos vamos de montería”

Cinco palabras que han cambiado mi vida y que fueron pronunciadas por mi padre de una forma especial, como si supiese que hoy, veintitrés años después, las recordaría como el principio de todo.
No dormí casi nada en toda la noche. Por aquel entonces, dormía con mi hermano mayor en la misma habitación y recuerdo que él tampoco durmió apenas.

En nuestra cabeza no paraban de sucederse escenas de caza: el jabalí rompiendo el monte y entrando al puesto por donde lo esperaba mi padre, o el venado que se paraba frente a nosotros justo antes de que fuera abatido.

Amanece, las mariposas que ayer se alojaron en mi barriga apenas me han dado tregua en toda la noche. La banda sonora de los ladridos de los perros en los camiones hace que me levante de la cama feliz.

No, hoy no es un sueño. Hoy vamos de montería.

Salimos de casa, el sol comenzaba a apreciarse en el horizonte y en la lejanía un gallo madrugador es el primero en darnos los buenos días.

Por todo el pueblo se puede percibir una sensación de gozo y festejo. La panadería está abarrotada y las personas que guardan la cola hablan y comparten sus experiencias en este mundo de la caza.
Pronto me doy cuenta de que esto es más que una montería, se trata más bien de una jornada repleta de personas que comparten una pasión común, que se hacen cómplices los unos a los otros de sus hazañas en el campo.

También es un momento de reencuentro con esos familiares cuya distancia geográfica te impide verlos tanto como te gustaría pero que sin embargo buscan ese día señalado en el calendario para venir al pueblo a disfrutar con sus allegados.

El aroma del café de puchero y de las deliciosas migas extremeñas, danzaba por cada esquina del local donde los cazadores se reunían para desayunar en compañía los unos de los otros.
Tras haber desayunado, se procedió al sorteo de las posturas. La diosa Artemisa sería quien elegiría el devenir de la suerte de cada uno de los monteros.

Por nuestra parte, el puesto que ocuparíamos estaba ya asignado con antelación debido a que mi padre llevaría su tractor con el fin de favorecer la recogida de las reses abatidas una vez finalizada la jornada montera y, por ello, se hacía indispensable ocupar un lugar en el que poder resguardarlo y esconderlo para que molestase lo menos posible a los compañeros de caza y a nosotros mismos.
Nuestro puesto no era, a priori, de los mejores y, aunque  había localizaciones más deseadas, el puesto número uno de “Los Jarros Blancos” ya había cumplido las expectativas que monteros anteriores habían tenido en él. De todos modos, mi padre nos tranquilizó a mi hermano y a mí con un:

- Los puestos buenos son aquellos en los que entran los animales y eso solo se puede saber una vez finalizada la montería.

No dudé de la palabra de mi padre. Conocía el campo y las costumbres de los animales como sólo los que pasan más horas en el campo que en casa pueden conocer y su positividad a la hora de afrontar la jornada, nos hacía a mi hermano y a mí estar felices.

Pronto empezaron a salir las primeras armadas, en este caso, los cierres de la finca. Todos los cazadores iban felices. A nadie se le apreciaba en la cara otro gesto que no fuese una sonrisa.
Acompañándolos, salimos nosotros en el tractor. Íbamos un poco apretados y recuerdo que, de vez en cuando, algún cabezazo en el techo me hacía recordar que debía agacharme y tener cuidado, pero el hecho de ir los tres allí era maravilloso. Mi hermano, mi padre y yo, de caza, no podía pedir más.
Tras un trayecto de unos quince minutos llegamos al lugar marcado para que dejásemos el tractor escondido.

En ese tiempo, nuestra armada, ya lista para comenzar a colocar las posturas, se encontraba esperándonos. Cogimos nuestras pertenencias y salimos para nuestro puesto acompañados por el postor.

Tras unos cuantos  metros, pudimos apreciar la cinta con el número uno que marcaba nuestra postura. Era un lugar precioso, rodeado de jaras y con un pequeño testero a nuestra espalda a una veintena de metros y otro a nuestro frente un poco más lejano.

La vieja repetidora de mi padre y las balas Legia, las que mejor funcionaban con la misma, debían hacer su trabajo en caso de poder jugar lance con algún animal ya que la distancia no era demasiada.

Un aluvión de sensaciones me estremeció, por un lado sentía la paz y el sosiego de encontrarme en un enclave idílico de una belleza comparable al mismísimo Edén, pero al mismo tiempo una tormenta de nervios me hacían estar agitado y expectante hacia todo aquello que sucediera a mí alrededor.
Tras un pequeño periodo de tiempo, de entre los montes empezaron a surgir camiones repletos de jaurías de perros que aguardaban el momento exacto para poder comenzar su jornada y abrir los portones.

Llegaron las doce y los ladridos de las rehalas sumados a los gritos de los perreros comenzaron a inundar el campo.

Aquella escena me impactó y me sentí afortunado de haber podido contemplar tal hecho en compañía de dos de las personas más importantes de mi vida.
A partir de aquel momento en aquel puesto número uno, no hubo una sola mirada o susurro que no albergase cariño y felicidad.

La mañana nos dio momentos inolvidables, como aquellas primeras ciervas que salieron de sus encames tras la llegada de los canes, corriendo despavoridas en busca de un lugar más seguro para ellas.

Pero sin duda uno de los momentos que se aferran de una forma más precisa a mi memoria fue ese instante en que el puesto vecino jugó lance con un pequeño jabalí, cuyo gruñido al recibir el impacto de la bala marcaría el destino de nuestra jornada.

En ese preciso instante, cuando el puesto vecino aún se sentía dichoso y afortunado por haber conseguido abatir al jabalí, de su encame se incorporó un majestuoso venado. el cual mi hermano y yo no vimos al principio, sin embargo, contábamos con la ayuda de mi padre quien nos indicó la ubicación del animal.

En el momento que mi mirada se cruzó con él, mis extremidades se paralizaron y mi pulso se aceleró, era mejor aún que aquel que había imaginado por la noche, sus cuernas, negras por la resina de la jara, podían apreciarse perfectamente entre el espeso matorral. Recuerdo que tenía las puntas blancas y que eran largas y gruesas.

En ese momento de euforia, mi padre nos pidió que contuviésemos la emoción y guardásemos cautela y silencio. Estábamos ante una oportunidad que habíamos visto vivir a compañeros cazadores en los distintos documentales que se podían adquirir en los quioscos del pueblo pero que, por esta vez, parecía que podía tocarnos vivir a nosotros.

El venado, tras haber inspeccionado todo a su alrededor, volvió a acostarse entre las escobas, apenas se movió cinco metros. Nos sorprendió la forma en la que estos animales pueden llegar a actuar, adoptando comportamientos que les hacen, año tras año, burlar las intenciones de los monteros.
Tuvimos que esperar más de una hora para  poder completar nuestro sueño.

 Sobre las dos de la tarde, el perrero pasó de recogida con su rehala frente a nuestro puesto, mi padre consiguió llamar su atención y, mediante gestos disimulados, consiguió hacerle entender que había un venado acostado a unos pocos metros de él y su recova.

Llamando a sus perros, poco a poco se fue aproximando al lugar indicado. Cada vez estaba más cerca del lugar en el que habíamos visto encamarse a aquel majestuoso animal. Una vez dentro del conjunto de escobas donde lo vimos por última vez, el podenquero nos gritó:

- Aquí ya no está, se habrá ido y no lo habréis visto.

Pero mi padre, de nuevo mediante gestos, le indicó que no, que no se había movido de allí y que entrase un poco más.

En ese momento, uno de los podencos ladró una vez y antes de que pudiera ladrar la segunda, el animal que buscábamos se levantó y comenzó a correr hacia nosotros.

- ¨ ¡ALLÁ VA EL PAVO, QUÉ BICHO! ¨ - gritó el perrero con todas sus ganas y con una voz desbordante de euforia.

En esos momentos, los nervios no podían jugarnos una mala pasada. Debíamos estar tranquilos para así poder abatir al animal de una forma eficiente.

Este se iba acercando cada vez más a nosotros con un elegante trote que dejaba atrás a sus valientes perseguidores  y mi padre, pacientemente como los buenos monteros, aguardó el momento en que el venado estuviera en ese lugar perfecto para recibir el disparo.

El destino, siempre caprichoso, es el que determina si se cumplirán o no las expectativas que tenemos reservadas para un momento determinado de nuestras vidas. Solo hay que estar preparado para que, cuando aparezca nuestro momento, sepamos aprovecharlo y vivirlo de la mejor forma posible. Ese día, el destino quiso cumplir un sueño.

Todo sucedió muy rápido, apenas unos segundos. Aquel primer tiro que caló en el bicho en buen sitio pero que no hizo que cayera, después, un segundo disparo que mi padre no fue capaz de acertar, y, con la última de las balas de su repetidora, un tercer y certero disparo que acabó por consumar un sueño que llevábamos mucho tiempo imaginando. La bala Legia calibre 12 hizo su trabajo y aquel precioso animal cayó al suelo justo cuando estaba a punto de adentrarse entre lo espeso del monte.
Recuerdo como después, mi padre apoyó la escopeta descargada sobre el suelo, se arrodilló y, con los ojos vidriosos, se fundió en un abrazo con sus dos hijos. Dos niños que, desde ese momento, jamás podrán olvidar aquel día y dos niños que, desde noviembre de 1996, se hicieron cazadores para el resto de su existencia.

Hoy, mientras recuerdo aquel lance y escribo este relato, te miro. Te miro y te agradezco lo que provocaste en mí ese día y toda la felicidad que, desde el momento en el que te vi por primera vez, has provocado en mi persona con el simple hecho de recordarte.

Dedicado a ti, el venado de mi vida. GRACIAS.



3 de Noviembre de 1996, “El venado de mi vida”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario