El esperista


Cuando el sol se levanta, saludan los mirlos; y  el trinar de los carboneros despierta al monte perezoso de la noche, hay vuelos de oropéndolas, y se escucha el golpear cansino del pájaro carpintero.
Los nidos se columpian mecidos por el viento, y los árboles desprenden las hojas marchitas. Más arriba el sol desgarra los restos del Alba, y  la noche parece tan solo un leve recuerdo.
Abajo, las chimeneas cubren de humo el valle, y en su interior el crepitar de los leños en el hogar anuncian un día nuevo. El rocío lava los polvorientos caminos que abrazados a las sierras  se pierden entre las montañas.

En su pausado  andar el esperista observa  todo esto, consciente de  que a su cita ha faltado  el macareno,  a esta y las últimas dos noches. Sabe que antes que las estrellas vuelvan a  iluminar el cielo y la oscuridad abrace su sombra, él volverá a estar en su puesto, esperándolo, por si quisiera la suerte que su  sabio instinto tuviese un punto débil, y curtido tras años de deambular por la sierra  pudiese  jugarle una mala pasada. Pasará el día pensando en el brillo de su pelo cano reflejando la tenue luz de la luna, ya no esta llena. Va menguando, sabe bien que no le quedan más noches, pues en noche cerrada todos los gatos son pardos.

Este viejo suido, que libró el  diente del perro y no vio  bala cerca en su longeva vida llegó aquella noche a su baña, espantando a jóvenes marzales que inconscientes ocuparon su plaza, se paró en el filo, sin mostrar a la luna sus bellas navajas, algo le detiene, y le dice que no dé la cara, los segundos se eternizan, pero en el silencio de la noche nada pasa, las nubes han cubierto la luna, y confiado al claro pasa. El esperista lo escucha sin ponerle forma a la mancha, hasta que un rayo del lucero, ilumina a tan majestuoso macareno, la cabeza grande y el pelo de plata, las navajas como dos antorchas iluminan su estampa. Levanta la cabeza con el destello  de la luna a sabiendas de que algo pasa, cesa su caminar y sobre una encina un leve brillo le amenaza, intenta huir, pero un fuerte dolor le arde en las entrañas, lo intenta, pero no alcanza el abrigo de sus jaras, tras unos instantes el silencio de la muerte anega la baña.

Apenas raya el Alba el esperista lo agasaja, con ese extraño sabor que a veces  deja la caza. La constancia y la paciencia  le han dado  vencedor de  esta particular batalla, y sin embargo le invade algo de amargura y rabia. Tantas veces lo había esperado, y tantas veces en su mente este final había dado, que casi era un amigo,  una quimera o un sueño, y ahora todo empieza de nuevo. El sol se levantará y mirlos y carboneros saludaran los días nuevos, mientras bajo el martillear del pájaro carpintero, el esperista registrará el monte de nuevo, buscando el rastro de otro singular oponente. Rastros  que le lleven al desvelo. Rastros de otro sabio que como un fantasma camine por la noche, arrebatándole los sueños. Hasta que quizá aguarde la noche en que la suerte resuelva otro duelo.


Autor: Pablo García Pérez.




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