El inicio de una pasión




Aún recuerdo, cuando tenía quince años, aquella fría noche de sábado en la que como normalmente me encontraba junto a mis padres y mi hermano viendo la tele en el salón. Al llegar las 22:00 dije que me iba a dormir para poder afrontar la jornada de caza que tenía por delante. Mi madre, ni aficionada ni simpatizante con la caza pero sí respetuosa con nuestra afición, dijo entre las mantas: “Mira que madrugar mañana con el frío que hace y lo agustico que se está en la casa… anda, anda que estáis locos”. A mi como siempre se me dibujaba una sonrisa en el rostro, ya que para lo que a mi madre era una locura para mi sin duda eran las citas más esperadas de la semana.

Llevaba un rato desvelado e inquieto en la cama cuando mi padre encendió la luz del pasillo y casi como un resorte brinqué del colchón y me dispuse a vestirme, tomarme el vaso de leche caliente y un trozo del bizcocho casero de mi madre.

Ya en la perrera mi padre decidió dejar el remolque y usar un transportín que ocupaba todo el maletero del coche, debido al estado en el que podíamos encontrarnos los carriles. Una vez cargados los perros y reunida la cuadrilla nos pusimos en camino hacia lo que sería el último día de caza de la perdiz y del zorzal al voleteo de la temporada. El coche al completo, mi padre al volante, Rafael de copiloto, debido a su corpulencia, atrás Paco el viejo amigo de mi padre y un servidor, diana de todas sus bromas siempre con cariño. Y todos con la ilusión de realizar un buen cierre de temporada, que ocultaba la nostalgia del saber que sería la última mañana de café y risas en el bar.

Una vez en el cazadero apenas despuntaba el día nos embriagaba el olor a romero y el brillo de la escarcha del rocío, nos ataviamos con nuestros enseres comenzando la jornada. Llevábamos una hora escasa, aún no había visto ni un zorzal por lo que mi padre me situó en un buen sitio para tirar. Él se alzó comenzando hacer ruido moviendo los zorzales hacia mí cayendo uno de ala que no conseguí cobrar, aunque mi padre juraba que era la excusa barata a gastar media caja de cartuchos y no hacerme con ninguno, cuando sonó mi móvil por la llamada de Rafael quien me dijo que bajase donde él se encontraba que había hecho el cupo sin pegar ni un solo tiro.

Pronto vino mi padre, le conté lo que pasó mientras íbamos al encuentro de Rafael para nuestra sorpresa al llegar lo vimos junto a un jabalí que rondaría los 80-90 kilos. Aun sin creerlo buscamos por el alrededor y encontramos un rastro de sangre lo que nos hizo pensar que escapó herido de un aguardo nocturno realizado la noche anterior por otros socios.

Dado al poco espacio libre en el coche, mi padre tomó la decisión de ir solo a llevar en jabalí al pueblo ya que apenas eran las 10:30 de la mañana y no había sitio para todos.

El resto de la cuadrilla nos quedamos a ver si saltaban algunos zorzales de las cañadas cuando escuchamos las perdices cantar en lo alto de una solana. Ellos debido a la edad y la lejanía dijeron que no iban a intentarlo pero, cualquiera aguanta la afición y las ganas de un joven cazador ante una oportunidad como esta. Dada la excitación del momento me encomendé a los sabios y experimentados compañeros, que sin dudarlo dos veces me aconsejaron acerca de dónde podían encontrarse y como proceder. Asimiladas las indicaciones y con un extra de ilusión en la mochila me puse en camino junto a los podencos de mi padre y mi fiel compañera Noah, una joven braca alemana de un año con la que compartía un gran afición por la caza.

Comenzamos a subir una espesa umbría dónde ulagas y esparragueras sobrepasaban la altura de mis hombros, bajo la atenta supervisión de los mentores, por no querer arañar el arma la alcé con los dos brazos sobre mi cabeza lo que provocó en la lejanía las risas y chanzas en lo que según ellos parecía “Rambo” andando por la selva.

Decidido a jugar el lance, busqué por dónde cruzar el barranco para llegar al filo de la solana. En el punto indicado, comencé a dar una mano hacia abajo. Ya en la mitad del recorrido planeado empezaba a rondarme la idea de que no iba a dar con las “patirrojas”, cuando sin esperarlo escuché su enérgico aleteo junto al bravo piar que hacen los machos en situaciones de huida capaz de dejar helado al más experimentado cazador.

Me giré a la vez que encaraba la repetidora, hice honor a ese apodo cariñoso propio de la inexperiencia y afán por quemar pólvora que me habían puesto los veteranos “deillo ligero”. En el momento del lance todo quedó en silencio, no fui consciente de la rapidez con la que pasó ya que solo recuerdo seguir la dirección de la primera perdiz hipnotizado por su belleza viendo cómo era abatida en pleno vuelo.

El corazón me volvió a latir, sentí como me temblaba todo el cuerpo cuando vi que cayó al suelo dando contra una esparraguera y acudieron los podencos de mi padre. Me apresuré al cobro, temía que la destrozasen entre todos. Cuando llegué, aparté los perros buscando por todos lados insensible a los rasguños que me producía la maleza. Con lágrimas de coraje que pronto se convirtieron de alegría, al dirigir la mirada hacia los canes con la intención de ver cuál de ellos la escondía y vi a Noah con la perdiz en la boca.

Casi sin creerlo hizo un cobro perfecto, llegó sentándose a mi lado como tantas veces habíamos practicado con su pelota de goma, solo que en esta ocasión no pude evitar abrazarla y cogerla en brazos estallando de alegría por la hazaña que habíamos conseguido. Con la perdiz en la percha y unos kilos de más por la alegría, me dispuse a bajar hacia donde se encontraba el resto del grupo quienes me felicitaron por el desenlace. Nos decidimos a dar una mano a los zorzales cuando al rato llegó mi padre que casi no se creía lo que le contamos sino fuese por mi cara y el brillo en mis ojos.
Pusimos fin a un día que sin duda quedó para el recuerdo de los cinco, todos sentíamos que el grupo había crecido. Ellos orgullosos por ver que la afición que tanto les unía, seguiría viva en el miembro más joven y para mi ese día sentí mía la afición que veía viva en los relatos de mi padre y mi abuelo, una afición que se compone de múltiples valores, el respeto y conservación de la naturaleza, la amistad, el compañerismo. Y en mi caso lo más importante, compartir todos estos sentimientos con mi padre.





Autor: Antonio Castán @AntonioCastan5



VOLVER A LA CATEGORIA DE PREMIOS A LA EXCELENCIA CAZADORA RELATOS DE CAZA

VOLVER A LA PÁGINA PRINCIPAL DE LOS PREMIOS


No hay comentarios:

Publicar un comentario