ATILANO



El cierzo susurraba por la vieja ventana de la gloria con las primeras luces de la fría mañana de diciembre. Atilano con la parsimonia de quien no tiene prisa, de quien ha visto  y vivido varias vidas, atiza la lumbre y se calza sus viejas y desgatadas botas sobre el roído banco de madera, hace una pausa al terminar y sus pequeños ojos brillantes echan una mirada a la desgastada foto de familia clavada con una punta en una de las vigas de madera; en la foto Atilano se ve con cuarenta años menos, sus tres hijas, Teresa y la Tula.
Teresa lo abandonó hace ya dos mil trescientos y un días, y desde entonces la casa se llenó de arrugas, añoranzas y recuerdos. Sus tres hijas para aquel entonces ya llevaban años en la ciudad y sólo volvían a la aldea el puente de todos los Santos para traer flores a Teresa. Le insistían cada año para que fuese a pasar la Navidad con ellas, pero Atilano vivía aferrado a su mundo, y este era su aldea, su monte, su corral y alguna partida de mus en la taberna, mientras Tula siempre le esperaba en la puerta, bien fuese de casa, de la taberna o de la vieja bodega. Nunca faltó una Tula en casa, generación tras generación, hijas de Tula y de mil sangres. Dicen por el pueblo que la primera Tula fue una esbelta pointer blanca y naranja con pedigrí de esos, que allá por la postguerra trajeron unos franceses que vinieron a cazar codornices, pero  la abandonaron porque se asustaba de los tiros. Atilano era un crío que se pasaba el día por el monte poniendo lazos, y rápidamente se encariñó de ella. Aún había una foto en blanco y negro de ambos, la Tula de hoy el único parecido con aquella  lo tenía en el nombre.
Asomó por la ventana y observó que  aún quedaban neveros en la ladera de la montaña, pero se podría salir de caza. Eran ya diez largos e interminables días en los que por una cosa, u otra, que si nieve, que si niebla, no había podido cazar.
Se acomodó la boina y antes de salir se desabrochó el último botón de la camisa, desafiando al invierno, con un chaleco hecho girones, la canana con una docena de cartuchos, cada uno de un número, descolgó la escopeta con los cañones llenos de óxido y herrumbre, se la puso al hombro, se calzó las almadreñas y se dirigió al corral mientras encendía un ducados, cruzó el embarrado corral y recogió cuatro huevos de la media docena de gallinas que aún conservaba, los dejó en la cocina ahumona, donde no se marchó sin coger antes un par de chorizos que metió al morral del chaleco.
Mientras cruzaba  el pueblo, esbozó una sonrisa, le alegraba ver que el pueblo revivía esa semana, contó hasta ocho chimeneas humeantes, el año pasado sólo había seis pensó, pero claro la casa rural y los nietos del Amador que habían reformado la vieja casa dieron algo más de vida a aquello. A sus hijas nunca les gustó el pueblo y marcharon a Madrid, sus yernos con la cámara de fotos al cuello cada vez que venían le daban mil y  una lecciones de la vida, y sus nietos no salían de casa con la dichosa pantallita, vaya papeleta, decía mirando a la Tula.
Encorvado, y con su ducados menguando en la comisura de los labios, fue dejando atrás la humeante aldea camino al robledal, la Tula también anciana le seguía detrás y paraba cada pocos metros a mear. Ya no habrá más Tulas pensó Atilano, el primero que abandone al otro será el último…
Antaño, la eras por las que pasaba fueron pródigas en perdices y liebres, pero desde hace unos años solo había jabalíes y corzos por allí. Corzos que nunca había habido, y lo bien que hubiesen venido para acallar el hambre de otros tiempos, y que hoy de vez en cuando colgaban en forma de cecina junto a la matanza.
El camino estaba más embarrado que el corral, pensó. Ya sin las almadreñas  le había entrado agua y barro por las botas y así no había forma de quitar la tos que le acompañaba de octubre a septiembre, y el doctor pensando que era por el tabaco, dichosas botas y caminos reventados por esos mastodónticos tractores;” y pensar que antes una pareja de mulas hacían la misma labor, hoy madrugar mucho para estar más tiempo mirando, tiempos modernos dicen”. Hablaba para sí mismo y Tula lo miraba condescendiente, como asintiendo cada cosa, y volvía a mear.
Cuando estaba llegando al robledal y pensando porque parte meterlo mano ,murmuraba de nuevo a la Tula; la cacho puta aquella de sorda que nunca me deja llegar, ya caerás decía para sí, ya caerás, aunque sea  a traición, siempre sales para la solana, pero un día te equivocarás, vaya si lo harás, otras más listas han caído.” Tan en su mundo se metía Atilano que no sintió llegar un flamante Porsche Cayenne negro, con los cristales tintados y un carro de aluminio más grande que una beldadora, lleno de perros. A su altura pararon el coche, bajaron la ventanilla y lo saludaron-. Felices fiestas Atilano!,¿Cómo lo ves? ¿Entró alguna sorda?,
Los miró, sonrío, y espetó; Qué coño va a haber con tanta nieve, venir de tan lejos, que cosas.
Anduvieron como cien metros más y allí aparcaron, cortando la mano. Atilano miró a Tula: como hemos cambiado vieja, hace treinta años, los hubiese puesto firmes, hoy me da igual, vamos para otro lado.
Dos sorderos del norte, con ropa blindada, relucientes escopetas, aparatos GPS, emisoras, y un ruido de beepers que llevaban los ocho setter , le hicieron apremiar el paso, ¡qué escándalo!, las sordas no es que sean más listas hoy, pensó, es que nos hemos vueltos gilipollas, y cada vez más tontos. Son buenos chavales Tula, pero no entiendo nada, hacen cosas raras, van y pagan por cazar una docena de sordas, tanto  o más que lo que cobro de pensión en todo el año. El día que pagan por si no fuese suficiente, traen angulas y vino caro para invitar al alcalde, se pasan la comida en la Taberna mirando el teléfono, sonríen para hacerse fotos a sí mismos y parecer felices, luego las envían. Qué cosas Tula, qué cosas. Y encima son niños de papá, nunca trabajaron, como van a saber ellos sufrir en el monte…
 
Antes siempre usaba campano para Tula, pero llegó a la conclusión que con lo despacio y cerca que iban uno del otro, cuanto más en silencio mejor, siempre que sus torpes pasos no dieran un traspiés en las jodidas jaras. Tula parecía menos vieja en el monte, movía el rabo, y corría ya por delante con cierta alegría. Jodida perra, parece que guarde toda la energía para cazar, pensó.
Pasó la primera hora y sólo algunas torcaces y muchos corzos se cruzaron en su camino, hasta llegar el arroyo de la fuente del lobo, donde el diablo, tan viejo como sabio, por vez primera descolgó la escopeta de su hombro. No andarán lejos del agua con esta última nevada Tula, ándate. Encendió el quinto ducados de la mañana, en ayunas, y comenzó a remontar el arroyo durante media hora escasa. Hasta tres veces disparó, un tiro cada vez, tres sordas. Al llegar a la fuente del Lobo, una peña le sirvió para sentarse, sacar el chorizo y con la navaja afilada mil veces y casi sin hoja de su padre, admirar el pretencioso robledal donde andaban los jóvenes cazadores del Cayenne, que más que andar volaban. Poco tiran, para que correrán tanto.
Tula, no bajaremos el arroyo, cruzaremos por el sendero de los pastores y para casa, no me gustan aquellas nubes, y nuestras patas no tienen la alegría de la mañana. El último trozo de chorizo fue para Tula.
Se hizo largo el camino a casa. Ya entrando a la aldea, los jóvenes del Cayenne lo volvieron a adelantar, bajaron la ventanilla y antes que dijesen nada, les preguntó: ¿cómo se dio chavales?,  - Tenía usted razón Atilano, nada, ni disparar, no hay nada. Subieron la ventilla y marcharon por donde llegaron. Ni preguntaron a Atilano, que encorvado, con su escopeta al hombro y con Tula lastimosa y aspeada, se marchó a la gloria para pelar sus sordas.
Autor Miguel Ángel Alonso Valdivieso @Alonsovma










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