Abuelos y Corzos


He tenido la suerte de nacer en una familia cazadora, que ama el campo y respeta la
naturaleza. Soy el mayor de 4 hermanos y por consiguiente, fuí el elegido,
afortunadamente o desafortunadamente para acompañar más frecuentemente a mi
padre en sus correrías cinegéticas como buen aprendiz. Mi padre, como buen maestro
y entendedor del asunto, me transmitió todo lo que sabía y que a su parecer, un
cazador debe conocer. Me enseño a caminar por el campo sin hacer ruido, a
permanecer en un silencio casi lúgubre, como si fuese parte del terreno, a observar
con los ojos bien abiertos los pequeños detalles que esta afición nos brinda, a ser
paciente, a aguantar el peso de los hombros en las largas y frías caminatas de invierno
en berrea, a emocionarme con los momentos mágicos de la caza. Disfrutamos juntos
de atardeceres y amaneceres de ensueño; de las fugaces escapadas de los esquivos
cochinos; de los bramidos del rey del bosque pidiendo pelea; del vuelo de la bravía
perdiz en los riscos; de las ladras del podenco puntero en el cortadero... Fui creciendo
rodeado de sus consejos y enseñanzas. Nuestras jornadas cinegéticas me hacían
sentirme vivo y a pesar de mi corta edad, presentaba una madurez y afición en el
asunto poco corriente. Supongo que todos hemos tenido un guía en nuestra niñez, y si
bien para mi en ella fue mi padre, ya entrado en la edad del razonamiento y la
testarudez, sería mi abuelo.

Era un hombre anciano que gozaba de un aspecto juvenil impropio de su edad y puedo
también decir, que ha sido la persona que más me ha marcado en mi corta vida.
Tenía una relación entrañable y especial con él, de admiración y respeto por su tan
brillante trayectoria en todos los ámbitos de la vida. Cazador como los que ya no
existen, aventurero intrépido sin miedo a nada, conocedor de culturas y tradiciones,
inteligente y sabio, maestro entre maestros, y creerme, capaz de entusiasmar al mayor
de los apasionados.

Después de narrar mis comienzos cinegéticos, en este primer relato, trataré de contar
como conseguí hacerme con mi primer corzo, acompañado de mi tan querido Abuelo.
Como cada verano, mi familia pasaba unos días en la casa de campo, un lugar mágico y
entrañable, situado en el alto de una colina, con unas vistas esplendidas que llegaban
hasta el horizonte. La casa era el lugar de reunión familiar, acogedora a más no poder,
en la que pasábamos los días veraniegos disfrutando de buen vino, buena comida y
mejor compañía. Cada rincón tenía una historia o algún recuerdo que me sacaba
media sonrisa, por los buenos ratos vividos. Recuerdo que aquel verano hacía
especialmente mucho calor, el campo estaba sequísimo, el caminar en silencio se
volvía todo un arte y los olivos pedían más agua que nunca para poder sacar a delante
las arrugadas aceitunas, sino, nos quedaríamos sin aceite todo el invierno, una vez
más…

Como muchas otras veces, cenábamos todos juntos con la presencia de algunos
amigos de mi abuelo, entre los que estaba un veterinario, íntimo suyo y gran cazador.
Estas veladas eran divertidísimas para mi, joven e inexperto, que aprendía una
barbaridad rodeado de aquellos hombres, curtidos ya en mil batallas y corredurías
cinegéticas. Casi siempre me limitaba a escuchar sus historias con atención, pero no
participaba en sus diálogos por respeto a los mayores y desconocimiento de los temas
tratados. Pero esa noche, fue diferente. Se produjo un silencio entre cambio de platos
y el veterinario puso su atención en mi. Me preguntó que si me gustaba la caza. En mi
interior se avivo un llama, y acto seguido le di una respuesta afirmativa explicándole
que no iba con la frecuencia que me gustaría, pero que era un apasionado del asunto.

La conversación se tornaría hacía mi. Conté algunas anécdotas que viví con mi padre,
mi compañero de intemperie y de aventuras cinegéticas, produciendo alguna que otra
carcajada entre los ahí presentes. En cierto momento, mi Abuelo comentó, con mirada
cómplice, que no había abatido mi primer corzo todavía, a pesar de la ilusión que
tenía. Cada comensal habló de su primera vez y recalcaron la emoción y alegría del
momento vivido. La velada transcurría tranquilamente hasta que inesperadamente y
afortunadamente para mí, el simpático veterinario nos propuso que a la mañana
siguiente saliésemos de caza los tres juntos, que tenía un coto cerca del lugar y que
probaríamos suerte.

Me fui a la cama sin sueño alguno, pensando en la mañana siguiente e imaginándome
al Capreolus por todos lados. Preso de las pocas horas de sueño, me levante
somnoliento y baje las escaleras que daban al comedor, encontrándome al Abuelo con
un café caliente. Aún estaba bien entrada la noche y apenas se vislumbraba algún rayo
prematuro de luz, alargando las sombras y dando rienda suelta a mi imaginación de
cazador. Abrimos el portón de la casa y una fresca brisa mañanera acarició mi cara,
llenándome los pulmones de emociones y esperanza de que fuese mi día. Cogimos al
viejo Suzuki, y acompañados de las primeras luces cogimos la maravillosa carretera
que baja al pueblo, en la que tantos corzos he visto cruzar de dos elegantes zancadas.

Llegamos pronto y mientras esperábamos al veterinario nos entretuvimos mirando el
vuelo de los patos, que ya apresurados por el amanecer buscaban refugio cercano. La
llegada de un todoterreno nos sacó de nuestro pasatiempo y activó mi llama interior
aumentando mis nervios, se acercaba la hora de la verdad.

Después de los respectivos saludos y recomendaciones, decidimos ir a una zona de
olivos y siembras, bastante querenciosa para estos pequeños ungulados, que al
parecer visitaban con frecuencia a esas horas vespertinas. En un abrir y cerrar de ojos
ya estábamos caminando con el morral a la espalda y el sol naciente en la nuca, que
sensaciones mas intensas vivía en ese momento.

La aproximación a la zona elegida se convirtió en una danza entre los rastrojos y
nuestros pies, cualquier ruido desafortunado daría lugar a la desesperada huida de los
animales que se encontrasen careando tranquilamente entre los olivos. Recuerdo que
se me hizo eterna la subida a una ladera cercana, donde podríamos observar
tranquilamente si alguno se encontraba efectivamente en aquella zona. Después de un
buen rato de mirar por los prismáticos, confirmaríamos que no se movía un alma y nos
disponíamos a mirar por otro lado. Cuando de repente, un culo rojizo entre los olivos a
mi derecha, me paralizó, estaba tan solo a unos 70 metros. La tensión entró en la
escena casi cortando el aire, las pulsaciones aumentaron en cuestión de segundos,
estaba ahí mismo, a saber cuanto rato llevaba tranquilo a la sombra de aquel viejo
tronco agrietado. Susurre mi descubrimiento a mis compañeros de jornada casi sin
plasmar mi emoción, aparentando una tranquilidad que realmente no vivía en aquellos
instantes. Decidimos efectuar una entrada al dueño de aquel rojizo terciopelo, aunque
no habíamos podido identificar su género con seguridad, era nuestra oportunidad. Los
nervios me hicieron romper alguna rama de más en nuestro meticuloso acercamiento,
ya que estaba más pendiente de la posición del animal, que de los secos rastrojos.

Pero por fortuna ahí seguía, inmóvil, como una estatua. Mejoramos la posición y
pudimos comprobar que se trataba de una corza y no estaba sola, más abajo pegado al
monte, yacía otra que comía tranquilamente su desayuno. La expectación aumentó, se
aproximaba el celo y era posible que algún macho se encontrase oculto a nuestros
ojos, muy próximo, en la vecindad de las tranquilas corzas. De repente un aire
delatador empezó a soplar en nuestra espalda, apenas había sido una ligera brisa, pero
las corzas dejaron sus quehaceres mirando extrañadas en nuestra dirección.
Maldiciones corrían por mi cabeza, lamentándome lo poco que nos había acompañado
la suerte, cuando las dos corzas, acompañadas de un tercero que no pudimos ver,
echaron a correr a lo más oscuro del monte dando un concierto de ladridos, como si
de la orquesta filarmónica de Viena se tratase.

La mañana estaba ya llegando a su punto clave y el tiempo corría sin piedad ,
decidimos por ello, probar una ultima intentona en unas siembras colindantes al río
seco de la parte de abajo del monte. En ese momento mis esperanzas eran pocas, ya
que conocía perfectamente las pocas posibilidades que había de encontrar alguno en
esa zona, por la hora que era. Mi abuelo como siempre me levanto el ánimo de una
palmadita y una sonrisa, los viejos lobos se las saben todas, hasta el ultimo momento
hay esperanza.

Llegamos al río seco a un ritmo casi impropio de la caza, el sigilo nos lo habíamos
dejado en la colina. Desde el lecho del río teníamos mucha visión ya que las siembras
eran kilométricas.

Seguimos el curso del río durante algunas decenas de metros, buscando la posición
mas ventajosa para efectuar la meticulosa observación. El sol besaba las copas de los
árboles, los pajarillos trinaban la melodía matutina y se respiraba un aire fresco
prometedor. Después de dos pasadas de prismáticos observamos que, a unos 100
metros, otra corza mordisqueaba tranquilamente el dorado trigo. En cuestión de
segundos, se presento en la escena su compañero, un corzo adulto. El dueño del lugar
era un animal bonito, aún joven para convertirse en un gran trofeo, pero para mi, en
ese momento, no existía corzo más especial. Envuelto en mis pensamientos y
embelesado por la escena, un codazo de mi abuelo me hizo volver a la realidad.

¡Atento chaval, te toca!

El simpático veterinario me paso el rifle cuidadosamente indicándome la mejor
posición para efectuar el disparo, agachándome junto a una rama que me serviría de
apoyo. El peso del fusil me aportó confianza, te hacía sentirte poderoso, a saber
cuantos habían caído con ese viejo compañero de fatigas. Me encaré el visor de 12
aumentos sin ninguna dificultad, conocía el procedimiento pero la emoción ya me
había jugado malas pasadas, debía tranquilizarme. Cogí aire, respiré un par de veces
profundamente, llenando los pulmones y controlando el ritmo cardiaco acelerado. El
macho comía tranquilamente junto a la hembra y de vez en cuando levantaba la
cabeza con curiosidad. Centre la cruceta en la paleta, minimizando los movimientos
bruscos de mi pulso, aún un poco acelerado y apreté el suave gatillo. El fogonazo y el
estruendo duró milésimas de segundo. La bala del 270 surcó el aire y como un trueno
que rompe todo a su paso, alcanzó al animal de lleno. Con un sonido hueco y pelos por
los aires, el animal cayó en su sombra. La corza espavorida huyó al refugio de los
arboles.

¡Que emoción sentía en aquel momento, que alegría!

Los abrazos y enhorabuenas fueron dignos del momento. Con la sonrisa en el rostro
emprendimos en camino al hermoso macho, que yacía inerte en la siembra.
Verlo de cerca me lleno aún mas de emoción, mi primer corzo quién lo diría y con mi
abuelo, que más se podía pedir. Recogimos el animal y lo arrastramos hasta el camino
más cercano, para su posterior recogida. Durante todo el camino de vuelta no podía
parar de reconstruir la escena, estaba grabada en mi cabeza para siempre. Procedimos
más tarde a aprovechar la carne que nos había brindado, quedándome con los lomos y
las paletas, que por cierto cocinaríamos mas a delante en una cena a mi nombre con
numerosos amigos en una increíble velada. Mi abuelo quiso regalarme mi primer corzo
y además de pecho, lo haría un buen amigo suyo que era un gran taxidermista, quedó
precioso. Después de unos años, aún recuerdo ese día cuando lo miro y la inmensa
alegría que sentí. Mi abuelo falleció el año pasado, dejó en mi una gran y profunda
tristeza. Además de un vacío inmenso, me dejó unos valores y unas enseñanzas de vida
( tanto personales, como profesionales y cinegéticas) que no olvidaré jamás. Sus
historias propias de una película de Indiana Jones, las recordaré siempre con
admiración y cariño. Tener un guía así durante tus primeros años de aprendizaje es
algo de lo que estoy profundamente orgulloso. Mi primer corzo siempre será el más
especial.

Gracias a ti Abuelo, por enseñarme tantas cosas y en especial a amar a los animales y
la naturaleza. Si me preguntasen si tengo un héroe, diría su nombre sin dudarlo.
Espero que hayáis podido sentir y recordar como fue vuestra primera vez a través de
estas palabras que malamente he escrito. La caza nos brinda momentos y personas
que son lo que más importa al fin y al cabo.

Este es uno de ellos.



Autor: Enrique Silla Giacomelli @spaintruehunters


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